sábado, 23 de abril de 2011

Miradas cotidianas: culturas visuales

                La vida actual está atomizada de visualidad. Casi siempre ignorándolo, estamos sofocados con una veloz infinitud de imágenes seductoras que han saturado al mundo. Una “belleza” difusa impregna hasta lo más feo.

                Nuestra cotidianidad parece caracterizarse por una percepción acostumbrada que atraviesa ese vapor interminable de imágenes. Una espesa y persistente capa de imágenes envuelve las miradas en una actitud acrítica que causa una especie de ceguera ante otras palpitaciones de la realidad.
               
En nuestra época “la experiencia humana es más visual  y está más visualizada que antes: disponemos de imágenes vía satélite y también de imágenes médicas del interior del cuerpo humano”.[1] Las imágenes proliferan y se multiplican en un flujo de formas diversas (cinematográficas, electrónicas, cibernéticas, la fotografía, el video y la televisión, carteles, logotipos, el diseño de objetos de todo tipo, los cuerpos, la moda, las pantallas y cámaras de seguridad, etc.) que se ubican en toda clase de lugares (autobuses, oficinas, cafés, centros comerciales, la calle, la casa, el laboratorio…).
                Las imágenes se han instalado en las rutinas diarias desde donde vemos y somos vistos; ellas son el bastión en el que se construyen nuestras fantasías y deseos, nuestros imaginarios; donde se cimientan nuestros mundos, también a partir de ellas es posible la coacción de nuestro comportamiento. Las imágenes en todas sus formas y situaciones constituyen nuestra cultura visual contemporánea.

Cultura visual
A ese marco de convenciones de la cultura occidental, del cual la visualidad y la visibilidad son de los más poderosos agentes de subjetivación y disciplinamiento, los estudiosos lo han llamado ‘cultura visual’.

                Allí donde hay una producción de sentido a través de medios visuales se articula una cultura visual.     Aunque la producción mediática de visualidad es tan solo una parte de la serie de transacciones que ocurre constantemente entre el representar y el ver. El campo de la visión junto con la influencia del mismo en las relaciones sociales, el poder y la desigualdad según su producción, circulación y consumo se organiza de modo sistemático en lo que la autora Débora Poole denomina economía visual,[2] dinámica sin la cual no podría conformarse el vivo entramado que podemos reconocer  como cultura visual.

                Sin embargo, es importante tener presente que es en las sociedades occidentales donde el sentido de la vista privilegia al resto de los sentidos como medio para el conocimiento del mundo, tal y como lo afirmara Aristóteles en su Libro VII de la Metafísica en el que equiparaba el saber con el ver. De hecho, “la imagen constituyó uno de los mecanismos fundamentales de occidentalización. A través del uso de representaciones visuales se produjo un proceso de colonización del imaginario indígena”[3] aunque, como ha apuntado Serge Gruzinski,[4] este hecho también diera lugar a cruces inusitados entre las imágenes occidentales y las de los habitantes originarios de América.
               
Políticas de la visualidad, la visibilidad y la visibilización.
               
                Los hechos visuales “nos permite[n] reconocernos, distinguirnos y excluirnos”[5] y, aunque las discriminaciones por raza, cultura, género, sexo, edad, clase y estado civil parezcan naturales, se trata de concepciones construidas a partir de discursos ideológicos que tienen mucha relación con las visualidades, la visibilidad y la visibilización (ver, ser visto y mostrar(se), o hacerse intencionalmente visible). Desde esa tríada se sostiene, en buena medida, la clasificación que se ha producido en la cultura de los sujetos en función del poder, la dominación y el control.

                Dicho de otro modo, esa cultura visual hiperestimulada y automatizada no es inocente, está delineada por una matriz llena directrices interesadas que provienen de las lógicas del poder hegemónico para la universalización de su régimen visual y también la homogeinización de las percepciones visuales. Esto es, una manera predeterminada de mirar y juzgar en pro de los esquemas binarios donde siempre habrá un bueno y un malo, un blanco y un negro, un arriba y un abajo etc., como modelo que privilegia a unos sobre otros.      
               
                Más allá del hecho fisiológico hay un modo de ver lo que se ve y de anular lo que no conviene ver, pero también de hacer visibles algunos modelos y desaparecer de la vista posibles alternativas de vida que amenacen al predominante.
               
                De manera que, desde la posición del hombre blanco, euronorteamericano, adulto, heterosexual, rico y casado se plantean las imágenes que “imponen tendencia”, imágenes que invitan a una inalcanzable adecuación y que han sido diseñadas especialmente para cada clase, cada edad, cada parte del planeta, cada género, cada preferencia sexual etc., haciendo de la imagósfera[6] el espacio más visitado por las multitudes de eternos deseantes ávidos de consumo; quizá por eso hoy escasamente experimentamos, en vivo y directo, triunfos y fracasos, preferimos mirar las pantallas, engullendo la oferta prefabricada de vidas desde la comodidad de una poltrona.
               
Estudios de la cultura visual

El tema de los estudios visuales tal como yo lo veo, es localizar la imagen en el contexto de los procesos creadores de significado que constituyen su entorno cultural
Keith Moxey, 2003

                Hay un campo de debates que se ha desplegado y expandido para desentrañar estos hechos visuales que van mucho más allá de los simples actos de ver que, con ciertas variaciones, se ha llamado “estudios de la cultura visual” o “estudios visuales”, entre otros nombres semejantes.

Estos estudios que han definido las dinámicas esbozadas en las líneas precedentes como ‘cultura visual’, se han propuesto varias tareas entre las que no sólo se encuentran los análisis críticos, históricos, sociológicos, antropológicos, estéticos, económicos e ideológicos de los hechos y prácticas visuales.[7]

Los estudiosos de la cultura visual además han insistido en la necesaria transversalización, contaminación, entre las disciplinas para poder comprender las complejidades e hibridaciones que se mueven en los diversos hechos visuales cotidianos. Como ha dicho Nicolás Mirzoeff “su objetivo es ir más allá de los confines tradicionales de la universidad, con el fin de interactuar con la vida cotidiana”[8] puesto que la cultura visual da prioridad a esa experiencia cotidiana de lo visual por encima de las experiencias formalmente estructuradas que se pueden vivir al asistir a la exposición de un museo de arte o al cine, en los que la observación se concentra sin dispersiones en un discurso específico.

Según Suezcún Pozas, estos estudios son el espacio plural y no disciplinar desde el cual es posible producir análisis de “todas las formas de representación que se dirigen al sentido de ‘la visión’ entendida ésta como una actividad cultural”[9] que, justamente por su carácter , se confronta con las estabilidades del “Ojo [educado] de la historia del arte” como disciplina que otrora se hubiera adjudicado con exclusividad el discurso sobre la visualidad y la belleza en el campo de la ‘cultura’ occidental pero que, en la actualidad, se ve desprovista de las herramientas para orientarse en la condición fragmentaria de la visualidad, incluyendo las propuestas artísticas contemporáneas.

Disputas: cultura visual y arte

Quizá una de las partes que particularmente me producen mayor interés son las tensiones entre los estudios de la cultura visual, la historia canónica del arte y el arte crítico actual.

Por un lado los autores que han abierto las discusiones desde los estudios de la cultura visual como Moxey, Mirzoeff o José Luis Brea avalan la indagación transdisciplinaria del reino de las imágenes que pululan por la cotidianidad. Esos autores han cuestionado duramente los dogmatismos de la historia del arte y la estética. Afirman que los estudios culturales también en este sentido tendrían por cometido el desmantelamiento de los pactos fiduciarios[10] que estas disciplinas ejercen en el campo de la visualidad para la legitimación de ciertas imágenes, dejando de reconocer la poderosa influencia en el imaginario social del inaprensible palpitar de las imágenes en la vida común actual.

Estos autores aluden que no se puede ver al mundo del mismo modo que en el Medievo o el Renacimiento pues, parafraseando a Heidegger,  no es que la imagen del mundo haya cambiado, sino que hoy el mundo es una imagen.

Por otro lado, autores como Rosalind Krauss y Hal Foster se han pronunciado contra el auge de aquellas posturas defensoras de la fusión de la historia del arte en la cultura visual, los descentramientos del canon y la politización de la visualidad, calificándolas de banales, generalizadoras de la creación estética; se preocupan por la disolución de las posibilidades críticas de las propuestas artísticas y por un supuesto respaldo que los estudios visuales estarían dando a una nueva fase del capital globalizado al alimentar la alienación mediante las mutaciones de las nuevas tecnologías de la imagen, sin discriminar las “calidades” y desconectándolas de sus genealogías.

                Considero más sugestivos planteamientos como los de Douglas Crimp y Nelly Richard,[11] quienes equilibran la disputa al proponer la superación de estas falsas oposiciones, deshaciéndose de toda postura absolutista del “valor” universal.

El problema real de disolver todas las fronteras entre imágenes de carácter masmediático y las generadas desde las propuestas del arte no radica en una disminución de estatus, sino en la negación de las potencias del arte para revertir o subvertir los efectos de un atontamiento sistemático y generalizado. 
           
El arte crítico que se hace cargo de su condición de práctica social, más que mero ejercicio de expresión y más que un traductor de hechos sociales o políticos, elabora nuevas relaciones, lecturas e imágenes sobre los desacuerdos ya presentes en las realidades cotidianas con los que ha dialogado y discutido para retornarle el peso simbólico a las imágenes y repolitizar las miradas.

                También el arte críticamente posicionado se ha introducido en la reflexión de desmontajes disciplinarios y canónicos, incluyendo el propio campo del arte, contaminándose con las visualidades cotidianas en función de la interacción e inserción en los contextos de la vida actual que le permitirán hacer circular/debatir las ideas.

                Como afirma Richard, ese arte tiene la potencia para lograr la insubordinación de la visión “frente a la espectacularización de las imágenes que aplaude el capitalismo de consumo”,[12] búsqueda que parte atravesando las descripciones cuestionadoras de las visualidades hechas por los estudios de la cultura visual.

                De los estudios visuales en relación con el arte y sus relatos, es relevante el aporte que han hecho al dirigir la atención de nuevas maneras de historiar el arte y de reflexionar en el campo de la creación, atendiendo a contextos más amplios e impuros que no solo incluyen las innovaciones estéticas, sino también todos los planteamientos de carácter político, los conflictos identitarios y las complejidades culturales que la mirada canónica había omitido y ocultado.

                Es posible hacer de los mecanismos de coerción cultural un factor crucial de disensos desde las perspectivas que combaten los automatismos normalizadores y se posicionan críticamente para generar desestabilizaciones. No se trata de enaltecer a las identidades victimizadas de mujer, indígena, negro, gay, transgénero, pobre, niño, indio, sudaca, etc. Más bien fortalecer la aparición de grupos empoderados que hacen de su conocimiento de las dinámicas de los hechos y las culturas visuales un elemento a favor de tansformaciones significativas en cuanto a las relaciones de poder y a las concepciones equitativas en las cosas del mundo actual.



[1] Nicolás Mirzoeff, Una introducción a la cultura visual, Barcelona (Esp.), Paidós, 2003, p. 17.
[2] Cfr. Débora Poole, Visión Raza y Modernidad. Una economía visual del mundo andino de imágenes, Lima, Sur Casa de Estudios del Socialismo, 2000.
[3] Christian León, “Visualidad, medios y colonialidad. Hacia una crítica decolonial de los Estudios visuales” en: Desenganche. Visualidades y sonoridades otras, Quito, La Tronkal, 2010, p. 40.
[4] Cfr. Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492- 2019),México D.F., FCE, 2003. 
[5] Edgar Vega Suriaga, “Desenganche… Urgente… Hoy” en Desenganche. Visualidades y sonoridades otras, Quito, La Tronkal, 2010, p. 16.
[6] Suely Rolnik, “La memoria del cuerpo contamina el museo”, 2007, p. 7, disponible en: http://transform.eipcp.net/transversal/0507/rolnik/es
[7] Evidentemente algunos aspectos tendrán más atención que otros según los enfoques y la formación del investigador. 
[8] Op cit, p. 23.
[9] María del Carmen Suescún Pozas, “Más allá de la historia del arte como disciplina: la cultura visual y el estudio de la visualidad” en: Alberto G. Flores Malagón y Carmen Millan de Benavides, Desafíos de la transdisciplinariedad, Bogotá, CEJA Pontificia Universidad Javeriana, 2002.
[10] Cfr. José Luis Brea, “Por una epistemología política de la visualidad” en: Estudios Visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, Madrid, Akal Ediciones/ ARCO, 2005.
[11] Cfr. Nelly Richard, “Estudios visuales, política de la mirada y crítica de las imágenes” en: Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2007 y Douglas Crimp, Posiciones Críticas. Ensayos sobre las políticas del arte y la identidad, Madrid, Akal Ediciones, 2005.
[12] Nelly Richard, op. cit, 101.

La obra maestra. Brevísimo comentario crítico

En nuestro arte, es ejemplar esa gran pintura que Dios envió a los hombres en la tierra a fin de que vean cómo suele obrar el hado toda vez que los intelectos de supremo grado descienden a la tierra, infundiendo la gracia y la divinidad del saber.
Giorgio Vasari, 1550 – 1568.[1]

En 1991 un hombre llamado Piero Cannata arremetió de un martillazo contra el pie izquierdo del David, esculpido por Miguel Ángel Buonarroti entre 1501 y 1504. El agresor alegó: “para mí, el arte no existe. Dar un martillazo al David de Miguel Ángel es como aplastar con el pie una vulgar cajetilla de cigarrillos”.[2] Igualmente de este escultor del Renacimiento, en 1972, fue violentada su poderosamente poética Pietá (1498-1499) a manos de Lazlo Toth, quien le asentó quince martillazos, dañando el brazo y ojo izquierdos, las cejas, la nariz y la frente.



Registro del momento en que Lazlo Toth ataca la Pietá de Miguel Ángel (1972).
 

Aunque Toth, biólogo australiano, de origen húngaro y, en aquel entonces, de 31 años fue condenado con prisión, posteriormente su ataque suscitó el Manifiesto no más obras maestras,[3] de Karen Eliot. Entre sus líneas este manifiesto transformaba al agresor, mediáticamente llamado “el loco del martillo”, en una especie de “artista vandálico”.

Pero también como consecuencia de esa serie de atentados, producidos además sobre otras obras de “grandes maestros de la historia universal del arte” como Diego Velázquez, Leonardo Da Vinci o Degas, entre otros, la seguridad en torno a ellas se ha redoblado y, hoy en día, permanecen protegidas con distancia y gruesos cristales antibalas que impiden una apreciación en cercanía.

Estos acontecimientos hacen pensar, por un lado, en las posturas fascinadas, complacidas únicamente en su juicio del gusto y, por otro, en aquellas que relativizan el valor y funcionamiento de las obras maestras en la actualidad. También habría que preguntarse si es pertinente la propuesta hecha por Jean Galard sobre el gusto subjetivo pero universal propuesto por Kant de “intentar atemperar esta tendencia enjuiciadora o judicatoria, en lugar de animarla a dominar todo lo demás”.[4]

¿Una obra maestra?
Aunque en la Edad Media la “obra maestra” poseía un significado jurídico, pues se trataba de la realización de un trabajo que los artesanos debían llevar a cabo como prueba que les permitiera ser calificados como plenamente diestros en el oficio, en el sentido actual, una obra maestra dista de aquella definición.

Hoy entendemos por obra maestra aquella ‘joya’ excepcional de las bellas artes que está destinada a confirmar un canon establecido. En ese sentido, tiene que ser perfecta y coherente con las ideas de ‘calidad’ artística; completamente acabada, total; con valor intemporal y eterno, casi divino como lo expresaba Vasari al venerar el genio de Miguel Ángel en el texto del que he citado un fragmento en el epígrafe. También la gran obra maestra sobrevive a las mutaciones del gusto y a las diversidades culturales, pues tiene carácter ‘universal’ aunque toque la sensibilidad humana desde la subjetividad.[5]

Mitos y cultos casi religiosos se tejen alrededor de la obra maestra haciendo que la imaginación de los espectadores cultos y de los autores un componente prolífico fundamental para la elevación de las piezas a la categoría de reverenciables.  

Pero no es posible una obra maestra sin que haya contado con el acuerdo de las voces autorizadas de un tiempo y un lugar específicos, las de los connaisseurs, que han consensuado la legitimación de su valor como inapelable. Además, para el reconocimiento de ella por parte de quien especta, es indispensable estar vinculado con la existencia del discurso previo ligado a la tradición histórica de la ‘alta cultura’.

La obra maestra tiene la vocación de ‘educar’ al público sobre dónde están los cimientos de la civilización. Estas joyas son testimonio y evidencia de la más ‘pura esencia’ de los valores de Occidente exaltados por filósofos como Hegel y Kant.

La conformación de un aparato complejo de legitimación que incluyó el nacimiento de la estética, la historia del arte y los museos nacionales de propiedad pública, a finales del siglo XVIII a lo largo de Europa;[6] y el decreto del principio de conservación del patrimonio promulgado por los revolucionarios franceses en 1793, alimentaron la idea de que aquellas grandes obras contribuirían a “la mejora de todos los pueblos a través de su exposición en el museo […] conmoviendo el corazón del pueblo, hablándole a su alma e iluminando su espíritu”.[7]

Es a raíz de la repetición de aquellas ideas normativas, que el culto por las obras maestras se ha expandido por todo el planeta. A través de la fama de colecciones como las del museo del Louvre, de exposiciones y publicaciones enciclopédicas o manuales de historia del arte con títulos semejantes a “grandes obras”, “obras de grandes maestros” o “el genio de Picasso”, estas obras se han incorporado a los imaginarios del mundo como valores absolutos e incuestionables de los que no se puede prescindir. Aun en quienes pertenecen a aquellas culturas a las que Hegel calificó de bárbaras,  supuestamente sin cultura ni arte, se identifican enteramente con las obras maestras y las citan como el ‘verdadero’ arte, muchas veces desdeñando sus propias producciones simbólicas.

La obra maestra es presentada como el punto máximo de los objetos de valor dignos de pasar a la posteridad. Por medio de ellas se preserva la memoria que el poder requiere sea preservada e institucionalizada como monumento.[8] Sin embargo uno de los mayores peligros de esa patrimonialización es que “se desactivan las reservas críticas del espectador desprevenido”,[9] petrificando la aproximación a las obras de arte en las ideas del siglo XIX, es decir, en la actitud extática, en la creencia en que se trata de obras pasmosamente bellas sobre las que no es posible decir nada. Como ha apuntado Jean Starobinski, el hecho de que sean indiscutibles no solo las convierte en famosas desconocidas, sino que se le han borrado todos los procesos que las precedieron y desembocaron en objetos admirados, y también los relatos surgidos después de su culminación[10] amputándole quizá los más sustanciosos fragmentos.

Decolonizar
El curador venezolano Ariel Jiménez planteó en algunas ocasiones – reflexionando acerca de la tradición abstracto-geométrica en Venezuela –  que durante los años 50, 60, 70 e, incluso 80 del siglo pasado, hubo artistas que se esforzaron por lograr obras donde la pulcritud del arte realizado (es decir, el arte de los grandes movimientos modernos de Europa y Estados Unidos) fuera su marca, no revelando otra cosa que el inalcanzado anhelo de hacerse paralelos a la gran tradición y alejarse del doloroso sentimiento de atraso, [11] de entrar en el círculo de los ‘clásicos’. 

 Y es que, ciertamente, las obras de este continente, de África, de Asia o de Europa del Este no tienen acceso a la aspiración de ser obras maestras (tampoco las de las mujeres). Solo aquellas pocas que pasaron por los ojos de los expertos legitimadores de la versión única han estado un poco más cerca, como quizá fuera el caso de internacionalización de nuestros valiosos Soto y Cruz Diez a través de la Galerie Denise Renè.

Son las obras euronorteamericanas, desde los clásicos del renacimiento hasta los modernos (primero en París y luego en Nueva York) del siglo XX, las que contienen la ‘pureza’ necesaria para formar parte del que Belting llama ‘el mito de la obra maestra’,[12] es decir, aquel excelso grupo que participa de la devoción colectiva por ‘obra y gracia’ de un elaborado entretejido discursivo e institucional que, en ocasiones, llega al punto de confluir extrañamente en delirios con consecuencias como las mencionadas al principio de este texto.

Las nociones de pureza, perfección y esencialidad, como la noción de obra maestra, responden a intereses eurocéntricos que funcionan, todavía, según las articulaciones efectuadas a finales del siglo XVIII con la revolución francesa, durante el siglo XIX, y actualizadas en las prácticas culturales desde Estados Unidos en el siglo XX.



El pensamiento occidental “oblitera diferencias que configuran y estructuran la experiencia y la subjetividad del yo. La razón occidental se presenta como el discurso de un sujeto idéntico a sí mismo, ocultándonos y deslegitimando de hecho, de ese modo, la presencia de lo otro y de la diferencia, que no encajan en sus categorías”.[13]

Aunque las propuestas de otro orden, aquellas de desmontaje de la matriz colonial del poder, o en otras palabras, del aparato dominante de la cultura occidental no son nuevas, pues comenzaron en América y África en el siglo XVI, “es en este momento, cuando no solamente nosotros sino ustedes, empezamos a descubrir que la colonialidad se engancha con lo visual”.[14]

Así, aún en medio de la muerte del aura en la era de la reproductibilidad técnica exacerbada y de la experiencia visual distraída señaladas por Walter Benjamin,[15] se agudiza la pugna entre las posturas anquilozantes de legitimación y los posicionamientos que están saliendo al ruedo desde el arte contemporáneo para decolonizar las visualidades.

                En los procesos del arte contemporáneo que me interesa, la noción de obra maestra no parece tener cabida, pues estas propuestas se oponen al tráfico de las ideas continuadoras del régimen moderno y a las viejas geopolíticas canónicas del saber, del sentir y del pensar, además de que reconocen que no puede haber un universal estético debido a que “responden a distintas historias locales que tienen en común responder (sic) [críticamente] a la universalidad imperial”.[16]

El arte contemporáneo que se ha hecho consciente de su responsabilidad, está planteando la desestabilización de la estructura moderno-capitalista[17]-colonial desde la transversalización de nuevas perspectivas que cruzan la imaginación, la poiesis, las emociones y los saberes, no como movimientos anti homogeneización, sino pro organizaciones e imaginarios sociales y culturales que se identifican como parte de las diferentes diferencias.



Argelia Bravo,
Detalle de Arte evidencia 1. Invetario de un itinerario corporal (2004- 2009), Instalación.

Las acciones de Cannata y Toth, la destrucción de bienes culturales ancestrales por parte de los soldados norteamericanos en Irak, y los sigilosos aunque efectivos atentados aplicados por ciertas ‘no políticas culturales’ y de desamparo[18] que se han perpetrado en países como Venezuela, tienen en común la destrucción (u ocultamiento) de obras y procesos ejemplares. Sin embargo, son embestidas diferentes puesto que, mientras que en el primer caso parece tratarse de misteriosas perturbaciones mentales de carácter individual, en el segundo y tercero se trata de programas que tienen como finalidad  el emplazamiento de un poder sobre otro.

Pienso que cuestionar la articulación discursiva que justifica la jerarquía aplicada a la producción simbólica y sus privilegios establecidos, no implica borrar de nuestros mapas culturales la presencia de las obras maestras, sino generar exposiciones, publicaciones y todo tipo de debates que circulen en medio de posicionamientos críticos, claros y visibles. La formulación patente de las ideas se hace necesaria para que el público no se vea obligado a admitir como evidencia ninguna postura y, al contrario, interactúe en un ambiente propiciador de pensamientos activos, democráticos, liberadores y transformadores, es decir en “la antítesis de la cultura de las élites”.[19]


[1] Giorgio Vasari, “Miguel Ángel Buonarroti” en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, México D.F., Universidad Autónoma de México, 1996, p. 641.

[2] s/a, “La herencia de Lazlo Toth” en: diario El Comercio, Lima, el 16 de julio de 2004, p. 8.
[3] Cfr. Idem y Karen Eliot, “Manifiesto no más obras maestras” en: Iván López y Pablo España,  Contraindicaciones. Política, arte contemporáneo, amarillismo, proselitismo, demagogia, disponible en:
http://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:ZfVgmEQnstQJ:www.contraindicaciones.net/2005/10/no-mas-obras-maestras-plagiari.html+Manifiesto+plagiarista+Toth+Karen+Eliot&cd=2&hl=es-419&ct=clnk&gl=ve&client=firefox-a
[4] Jean Galard, “Una cuestión capital para la estética” en: Jean Galard y Matthias Waschek, Qué es una obra Maestra, Barcelona (Esp.), Editorial Crítica, 2002, p. 22.
[5] Cfr. Immanuel Kant, Crítica del juicio, Madrid, Editorial Espasa Calpe, 2007
[6] Cfr. Hans Belting, “El arte moderno sometido a la prueba del mito de la obra maestra” y Jean Galard, Op. Cit., ambos en: Qué es una obra Maestra, Barcelona (Esp.), Editorial Crítica, 2002, p.p. 48 -50 y p. 20.
[7] Matthias Waschek, “La obra maestra: Un hecho cultural” en: Idem, p. 34.
[8] Cfr. José Antonio Navarrete, “Coleccionismo de Arte. Acomodando el desorden” en Papel Literario, El Nacional, 11 de mayo de 2002, p.1
[9] Idem.
[10] Cfr. Galard, Op. Cit.
[11] Cfr. Ariel Jiménez, “Tradición y Ruptura” en: La invención de la continuidad, Caracas, Fundación Galería de Arte Nacional/CANTV, 1997.
[12] Op. Cit.

[13] Seyla Benhabid, “Feminismo y Posmodernidad: Una difícil alianza” en: Ana de Miguel Álvarez y Cecilia Amorós Puente Teoría Feminista: de la ilustración a la globalización (vol 2.), 2005, pp. 319 -342. disponible en: http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Feminismo%20y%20posmodernidad%20%20Behabib.pdf
[14] Walter Mignolo, “Matriz Colonial de Poder. Segunda época” en: Blogspot de La Tronkal. Grupo de Trabajo Geopolíticas y Prácticas Simbólicas, entrevista realizada por el grupo en Quito el 13 de agosto de 2008, disponible en: http://latronkal.blogspot.com/2009/11/matriz-colonial-de-poder-segunda-epoca.html
[15] Cfr. Yves Michaud, “Los tiempos del triunfo de la estética” en El arte en estado gaseoso, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2007, pp. 89- 139.

[16] Walter Mignolo, “Decolonial Aesthetics flash.flv” (entrevista realizada por Rojas Zotelo), en: YouTube, 2010, 11’: 52’’, disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=znaaLQZOb0g&NR=1

[17] También el capital tiene su papel determinante dentro de las dinámicas de conformación de los grandes relatos propagados por la historia del arte canónica. Es decir, como lo explicara Jorge Sepúlveda en una charla en el CELARG hace pocos años, el arte también tiene un valor de uso y un valor de cambio. Cuando el arte tiene un precio fijado no está establecido con relación al mero valor de uso, sino a su visibilización. El valor de mercado del arte − tasado por galerías, las casas de subasta y los museos − es especulativo, difícilmente calculable y altamente inflacionario. El valor de la obra maestra también se traduce en dinero, lo que se hace coherente con los  criterios convenientes al mercado.

[18] Cfr. Gustavo Pereira, “No necesitamos de nuevos Torquemadas” en: Catálogo, Caracas, Fondo Editorial Fundarte, 2010, pp. 19- 21. Pereira ha señalado que aunque en ninguna Constitución precedente a la actual en nuestro país se había siquiera mencionado la palabra cultura, se hace necesario mucho más esfuerzo para hacer que se acaten las normas constitucionales sobre los derechos culturales (sobre todo en el interior del país que en muchos casos se encuentra en triste condición de desamparo). Afirma “Las artes avivan y alimentan la sensibilidad, los saberes humanísticos, la conciencia, y ambos, sensibilidad y conciencia, toman partido por lo humano, cuya naturaleza pretenden perfeccionar, no aletargar” (p.17).  Cfr. Gustavo Pereira, Derechos culturales y revolución, Caracas, Fondo Editorial Fundarte, 2010.
[19] “No necesitamos de nuevos Torquemadas” en: Catálogo, Caracas, Fondo Editorial Fundarte, 2010, p. 20.