domingo, 26 de febrero de 2012

Para andar en la ciudad


            Una escena inicial de El enigma de Kaspar Hauser de Herzog (1974) se entreteje con algunas reflexiones y lecturas acerca de la ciudad:

El adolescente es dejado por un hombre en el medio de una calle de la Núremberg  de 1828, después de haber vivido dieciséis años ―toda su vida― en un sótano, sin contacto humano alguno. Otro hombre se le acerca y al notar la carta en su mano detecta una dirección y se la indica, pero Kaspar no se mueve, y no se mueve porque no sabe ni entiende el espacio del que se le habla.

            Tal situación nos hace pensar en las habilidades para estar y andar en la ciudad, en el medio civilizado y moderno por excelencia. A esas habilidades hacen referencia autores como Benjamin en “El flaneur” y Bauman en “Espacio/tiempo”.

            Benjamin señala que es necesario que todos en la ciudad entren en la dinámica del que sabe observar como un detective: saber de las trampas, tiempos y meandros de la urbe es imperativo dentro ese espacio en crecimiento inquietante y amenazador; saber las leyes de la circulación en las avenidas y pasajes; no dejar huellas y estar al tanto de cómo detectar las del malhechor – dice Benjamin– puede ser determinante para vivir la ciudad en padecimiento o placenteramente, según la perspectiva elegida.

            Bauman, por su lado,  apunta las características de los lugares émicos, fágicos, los no-lugares y los espacios vacíos[1]

que se han posicionado en nuestras ciudades actuales y que borronean cada vez más las posibilidades de desarrollar el arte de la “civilidad”, es decir, de intercambiar en el espacio público disfrutando la compañía de los otros por conocer.

Esa desaparición de las dinámicas públicas según Bauman se debe a la instauración de “la política del miedo cotidiano” referida por Zukin. “El peligro representado por los extraños es una clásica profecía de autocumplimiento” (Bauman: 2002, 115) que decreta de antemano que el otro es una amenaza que se puede confirmar en cada suceso.

            Esta creencia gravita permanentemente en las lógicas de las ciudades y genera un autoencierro simbólico y concreto cada vez más enfático que prolonga y complejiza el modelo reticulado, disciplinado, de control de las relaciones que estableció la peste a fines del siglo XVIII[2].

Pero, sobre todo, “la política del miedo cotidiano” exige unas habilidades diferentes a las de aquel flaneur que deambulaba atento, contemplativo y observador en los inicios de la ciudad. Solo los transeúntes del centro comercial recuerdan, en versión distorsionada, aquella actitud. En el resto de la ciudad, las habilidades de sus ciudadanos obedecen a la comprensión de la violenta vertiginosidad impuesta por los mecanismos que rigen a los lugares que la conforman.

            También Martín Barbero en “Transformaciones de la experiencia urbana” apunta ideas con respecto a la autoexpulsión de las ciudades por parte de sus habitantes a causa de los miedos.

Los miedos moldeados desde los medios contemporáneos son entonces una especie de nuevo componente de las habilidades por desarrollar al vivir en la ciudad.

              Pero la inmovilidad de Kaspar Hauser no tiene asidero en el miedo, pues no sabe qué amenazas le pueden aguardar, simplemente su reducida experiencia del espacio le impide comprender sus actuales posibilidades de desplazamiento, de las direcciones que puede seguir y las que no, de las relaciones que puede establecer y de las que debe abstenerse. Ha vivido desde su nacimiento en un confinamiento semejante al descrito por Foucault  destinado a los leprosos expulsados de la civis o a los presos de Guantánamo.

Si Kaspar Hauser hubiera sido abandonado en alguna de las calles de nuestras ciudades actuales, probablemente, hubiera entrado en colapso inmediato, no hubiera podido vivir la experiencia de ingresar en la civilización como lo soñaron sus benefactores. Seguramente hubiera quedado petrificado ante la velocidad y agresividad contemporáneas que se cruzan entre la retícula del orden ideal de los administradores de lo público y el caos orgánico que retorna incesante a las formas informales y ruralizadas, es decir, que transgreden los diseños en un forcejeo como el que tendrían entre un cuadro de Jackson Pollock y uno de Mondrian, uno escupiéndose sobre otro; otro superponiéndose rígido y armado al uno, sin posible claridad.

Albeley Rodríguez
Mayo 2009





Referencias

Bauman, Zygmunt, “Espacio/tiempo” en Modernidad líquida, Buenos Aires, FCE, 2002, pp. 99- 119.

Benjamin, Walter, “El flaneur” en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Madrid, Taurus Ediciones, 1991, pp. 49 -83.

Martín –Barbero, Jesus, “Transformaciones de la experiencia urbana” en Oficio de cartógrafo. Travesías latinoamericanas de la comunicación en la cultura, Bogotá, FCE, 2003, pp. 273- 297.

Foucault, Michel, “El panoptismo” en Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005, pp. 199- 230.

Herzog, Werner, Kaspar Hauser, Jeder für sich und Gott gegen alle (El enigma de Gaspar Hauser), Alemania, Productores/Distribuidores: Filmverlag der autoren, Cine internacional,  Werner Herzog Filmproduktion, Zweites Deutsches Fernselen, 1974, 110 min.



[1] Bauman apunta esta lectura, por un lado, desde las estrategias para enfrentar la otredad trabajadas por Lévi Strauss en Tristes Tropiques en las que se encuentran las estrategias émicas, que consisten en el “vomitar” a los otros ineluctablemente extraños (en el caso de los espacios de la ciudad se trataría de aquellos que no le pertenecen a nadie porque están “blindados” ante la “civilidad”) y las estrategias fágicas que, al contrario de las anteriores, funcionan desde el “devorar” al otro borrando lo diferente (en el espacio de la ciudad, se entenderían como aquellos donde la dinámica del consumo ingiere voraz a los sujetos igualándolos). Y, por otro lado, los no-lugares (siguiendo a Marc Augé) que son aquellos espacios desidentificados, en los que no hay posibilidad de habitar con duración. Finalmente, el autor añade los espacios vacíos (atendiendo a Kociatkiewicz y Kostera), es decir vacíos de sentido, porque no forman parte del marco de la dinámica social, pues están fuera de la vista y experiencia habitual de los transeúntes.
[2] Michel Foucault, “El panoptismo” en Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005,pp. 199- 230

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