Hace poco hacer zapping de tv me
llevo a curiosear lo que se planteaba en un programa de un canal ecuatoriano.
El programa se llamaba Vida dura y
relataba, en esa ocasión, el caso de un hombre que devino transexual (el
primero con operación de sexo en el Perú).
Lo que me pareció curioso y me
retuvo frente a la pantalla era conocer cuáles serían las explicaciones y los
objetivos del reportaje. Pronto pude percatarme de que se trataba de una
lección de “salvación” cristiana cargada de moralinas y escenas aterradoras que
comenzaban con la explicación de que las malas actuaciones de una madre
inconsciente produjeron aquel terrible “fenómeno” y avanzaban hacia la caída de
quien narraba su historia en el transexualismo, las drogas y la prostitución (en
esa misma secuencia).
Lo curioso es que Dios le devolvió
el sexo original a quien testimoniaba de manera que, en la actualidad, es un
hombre con esposa e hijos alejado ―gracias a Dios― del oscuro mundo del que
alguna vez fue parte.
* * *
La formulación del miedo, según ha
apuntado Rossana Reguillo, es de carácter circular, todo en su definición ronda
en la emocionalidad; es justamente allí, a donde aquel programa de tv apuntaba.
Reguillo y Sarlo coinciden en sus
apuntes sobre que, la ciudad moderna y los medios enfatizaron los miedos desde
su aparición. Desde entonces hay una percepción de inseguridad que lo plaga todo
en la ciudad contemporánea, lo cual obedece no solo a las contradicciones entre
la ciudad ordenada y la ciudad habitada sino, también, a un diseño subyacente
al que le sirve que los temores se incrementen para poder justificar la
avanzada de los mecanismos de vigilancia y control sobre la población.
A estos requerimientos le funcionan,
interesadamente, los medios masivos, que se ven favorecidos con el incremento
del público que abandona (o ha sido expulsado de) sus espacios de construcción
de civilidad (como los ha llamado Bauman).
El modelo de progreso, del que la
ciudad perfecta es uno de sus más relevantes símbolos, no admite amenazas de
atraso, por eso procura exiliar a todos los que representen algún tipo de
“involución” como los pobres, los rurales o los indígenas, en conjunción con
todos los elementos que alteren la conciencia de estructura lineal como la
droga, el alcohol o el sexo.
En el primer caso la expulsión y
el exterminio son los objetivos; en el segundo, se trata de una serie de factores
ambivalentes que tienen cierto grado de funcionalidad para los ejercicios de
poder.
Sobre la droga, Martín Hopenhayn
apunta que es un fantasma que se levanta amenazador porque hay una falsa
percepción que desvirtúa las cifras verdaderas; se trata más bien de sus
resonancias simbólicas, dice el autor.[1]
Pero es que, como ha planteado
Reguillo, el deseo (según la filosofía Cartesiana) participa en la construcción
de los miedos, puesto que se trata de una lucha individual entre la voluntad y
el apetito, en la que el temor se fundamenta en que la avidez de placer pueda
finalmente ser la ganadora.
A este temor Hopenhayn lo
identifica como la punta del iceberg: alcanzar la felicidad ofrecida por todos
los medios estimulantes del consumo y, al mismo tiempo, religarse con
necesidades primigenias vinculadas a la fiesta y el ritual a las que solo la
droga parece suplir.
A este conflicto Hopenhayn lo ha
llamado: síndrome de deshabilitación
anímica; culto a la obtención inmediata de placer (en el que los medios
publicitarios tienen mucha influencia); jóvenes que circulan por la gran ciudad
huérfanos de relato y carentes de empleo; y merma
o pérdida de rituales de comunión y de pasaje en una sociedad secularizada
(2002, pp. 74- 75)
Los medios con una carga conservadora
muy potente, de la que suelen participar los valores cristianos con bastante
perseverancia, modelan buena parte de las percepciones fantasmales a las que se
refieren Reguillo (con respecto a la percepción de inseguridad) y Hopenhayn (en
relación con la punta del iceberg y el caballo de troya).
Producto de esta generación de
miedos proliferante se desata la violencia.
Una de las formas es la apuntada
por Beatriz Sarlo, quien ha señalado que hay una respuesta a la no
funcionalidad de los aparatos y promesas de la modernidad que va desde lo
mágico-religioso hasta soluciones armadas como suplentes de los aparatos
formales o como producto de “la crisis de legitimidad de toda autoridad”
(Sarlo: 2001, p. 60).
En el marco de lo cultural apunta
Sarlo que, las nuevas formaciones en este ámbito están estrechamente vinculadas
al espacio audiovisual, pues “ofertan a los sentidos lo que no pueden encontrar
en otra parte o que no son aceptados ni creíbles si vienen de otra parte”
(Sarlo: 2001, 61), y es desde allí desde donde se están dando las
interpretaciones autorizadas.
De modo que esos miedos que “son
individualmente experimentados, socialmente construidos y culturalmente
compartidos” (Reguillo: 2002, p. 32) en la actualidad, tienen mucho que ver con
lo que, sobre todo la televisión proyecte ante nuestros ojos.
El programa de tv descrito al
inicio, responde a los vacíos de los que se aprovechan sectores como las sectas
fundamentalistas que, semejante a la droga, se ubican en el lugar de las
carencias más inmediatas. Habiendo ganado esa posición de confianza por parte
del espectador, la emergencia de juicios se da sin ningún tipo de pudor.
Los medios masivos han tomado las
esferas de la discusión pública y simulan el saber desde su recinto de
espectáculo para alimentar la adicción por la violencia que se proyecta hacia
lo real desde lo imaginario nutriéndose de los escurridizos miedos.
Albeley Rodríguez
Junio, 2009
Referencias
Garbay, Susy, “Migración, esclavitud y tráfico de
personas” en Globalización, Migración y
derechos humanos, Quito, Programa Andino de Derechos Humanos Editor -UASB, 2004, pp. 262- 319.
Hopenhayn, Martín, “Droga y
violencia: fantasmas de la nueva metrópoli latinoamericana” en Espacio urbano,
comunicación y violencia, Pittsburg, Instituto internacional de literatura
iberoamericana, 2002, pp. 69- 87.
Reguillo, Rossana, “Los miedos
contemporáneos: sus laberintos, sus monstruos y sus conjuros” en Entre miedos y goces. Comunicación, vida
pública y ciudadanías, Bogotá,
Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2006, pp. 25- 54
[1]
Es alarmante saber que la condena para quien porta diez gramos de algún
estupefaciente tiene una pena mucho más dura y mayor (16 años) que quien
trafica con personas (máximo 10 años), como lo ha anotado Susy Garbay “frente
al Estado es más grave traficar droga que traficar personas para prostituirlas
o exportar migrantes de forma ilegal” (2004, p. 267).